En la vida muchas veces llegamos tarde. A mi hoy me ha vuelto a pasar. Cuando he conocido la noticia de tu muerte, Chester, me han venido a la cabeza un montón de recuerdos. Y también muchas cosas que me habría gustado volver a hablar contigo, aunque muy posiblemente se habrían vuelto a quedar en el tintero en el caso de que nos hubiéramos visto. Ahora no tiene mucho sentido que te las cuente. Pero necesito hablar de ti, quizás para calmar un poco la tristeza y mitigar el dolor de esa espina de las conversaciones que nunca serán.
De Chester se pueden decir muchas cosas y quizás la principal es que nunca ha dejado a nadie indiferente. Con él coincidí bastantes veces. En los años 1996 y 1997 cuando vivía en Managua. Y luego en las muchas estancias largas de nuevo en Nicaragua hasta el año 2008. Por aquel entonces yo daba clases de arqueología en la UNAN-Managua. Primero sólo contábamos con un cubículo muy pequeño, un aula y una caja de zapatos para guardar los pocos libros que teníamos de arqueología. Al cabo de poco, dispusimos de un centro de investigación (el CADI-UNAN) y más recursos. Chester estuvo en todo ese recorrido. Siempre estaba. A veces muy a su manera, porque era particular incluso en el acompañamiento, pero siempre estaba.
Aunque Chester me llevaba unos cuantos años de ventaja en la edad, siempre me llamaba profesor. Esto me impactaba y me fue impactando cada vez más a medida que lo fui conociendo. Chester había sido guerrillero de un pueblo pequeño pero con muchas cosas que enseñar. Guerrillero contra una de las dictaduras más inhumanas de América, apoyada por los de siempre, los que siguen mandando en el mundo. Hizo la revolución, una Revolución en mayúsculas. Y luego la defendió, también con las armas pasando frio en la montaña, sumergiéndose para desactivar las minas criminales de la mayor democracia del mundo en los puertos de ese pequeño país que es Nicaragua. Creo que Chester fue una de esas personas que un día salió de su casa para construir un mundo nuevo. Empuñó un arma. Sumó uno más en el intento pero casi no pudo vivir ese proceso de mundo nuevo porque tuvo que hipotecar sus años en la guerra. Siempre he pensado que la lucha armada por el bien colectivo es un ejercicio inmenso de solidaridad. Chester es un ejemplo de esto. Todos/as primero, él siempre el último.
Yo lo conocí después de todo esto. Se había metido a estudiar arqueología en la primera promoción de la licenciatura que promovimos en la UNAN-Managua. Era el año 1996. La verdad es que siempre me generó curiosidad saber porqué Chester quería estudiar arqueología, sabiendo lo complicado que era que a su edad pudiera ser arqueólogo. Finalmente, un día me lo contó. Es una historia que ahora no viene al caso y que prefiero conservar como un pequeño secreto. Pero para mi fue una suerte que decidiera hacerlo. Con el tiempo, fue un buen arqueólogo. Con sus cosas (porque él, como todo el mundo, también tenía sus particularidades), pero lo fue a pesar de la sorpresa de algunos.
Sin embargo, la suerte no fue por eso. Fue una suerte porque me permitió conocerle. Conocí una de las personas que ha impactado en mi vida. Conocí una persona honesta, Honesta también con mayúscula. En una época de desprestigio de algunos antiguos revolucionarios, Chester me enseñó que es cierto, que para ser revolucionario hay que ser una buena persona. Que ambas coas van juntas. Me enseñó que la solidaridad que proclaman los grandes ideales es también partir un trozo de carne de tu plato para compartirlo con quien hace días que no la come. Me mostró también el sentido de la humildad y lo necesaria que es para poder dirigirte a gente que, quizás, se siente mucho más pequeña que tu (no olvidemos que el empequeñecimiento normalmente es fruto de un sistema de explotación de las personas). Me regaló unos meses, unos años, que en mi caso han pasado a ser eternos.
Gracias Chester por haberme dejado ser tu compañero. Tu también has sido mi profesor. Además de todo lo dicho, me has recordado que los Che Guevara de carne y hueso no son inalcanzables. Simplemente son gente como tú.
Que la tierra de tea leve, querido Chester
¡Hasta la victoria, siempre!